Hasta pronto... Madrid
- Manuela Montoya
- 2 jul
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 4 jul
Qué difícil es decir adiós, ¿no creen? De hecho, no solo cuesta el decir adiós, sino tomar la decisión de hacerlo.
Hace unos meses estaba un poco confundida con mi vida y mi futuro (shocker) después de pasar por unos cuantos meses de tormenta. Me encontraba de vacaciones y, en mi chequeo anual de ojos, aproveché para contarle a mi optómetra sobre mi problema existencial, por si encontraba allí un poco de iluminación. Tengo una relación muy especial con ella, porque desde que era pequeña siempre llegaba al consultorio y lo primero que le pedía era un chicle, sabiendo perfectamente que ella tenía guardado uno especialmente para mí. Ahora soy yo quien carga los chicles y se los ofrezco a cambio de sus sabios consejos. Buen negocio, si me lo preguntan.
En esta ocasión, sus sabias palabras fueron: “Manu, decidir implica renunciar”. Una frase tan simple y, a la vez, tan poderosa.
Salí del consultorio casi que atontada, pensando en esas palabras. En ese punto ni quería decidir, ni quería renunciar, con lo cual se podría decir que estaba un poco jodida. Me sentía como Fleabag en la escena del confesionario diciéndole al Hot Priest: “Just f* tell me what to do, Father” (si no la han visto… es tiempo de hacerlo).
Hace unos meses, en mi último blog, me planteaba varios “¿Y si?”. Uno de los más importantes y presentes era: “¿Y si vuelvo?”. Me atormentaba cada segundo de cada día. Si me hubieran preguntado hace tres años, la decisión de volver habría sido más fácil, pues estaba en un punto de mi vida migrante en el que todavía no tenía grandes raíces construidas. Pero ahora, tengo toda una vida.
En Madrid he pasado los momentos más difíciles, pero también he vivido los mejores recuerdos, rodeada de gente maravillosa. Ya hace unos meses tomé la decisión de volver a Bogotá, mi primera casa, pero ahora que estoy a pocos días de regresar no puedo dejar de pensar en lo mucho que me va a costar decir adiós a Madrid, mi segunda casa.
Pero no quiero que este blog se vuelva una deprimente carta de despedida que, aunque lo es, quisiera que sirviera para recordar todos los buenos momentos y a las personas que me acompañaron en esta etapa. Puede que no lo mencione todo ni a todos, pero si fuiste parte de esta historia, seguro sabrás que esto también va por ti:
Para empezar, quisiera decir que en todo este tiempo la pasé “pija de bueno”, como me enseñó mi combo hondureño.
Aprendí que no importa la edad que tengas, siempre puedes encontrar amigos nuevos que se sienten como amigos de toda la vida.
Encontré la felicidad en los pequeños detalles o en los planes más sencillos, como disfrutar de un buen açaí con una buena amiga en el parque tomando el sol.
Tuve la fortuna de ver casar a varios amigos y a unos de ellos ser papás.
Reí y lloré con amigas que tienen un corazón y una empatía que no les cabe en el cuerpo.
Hice el viaje más Outlander de la vida con cuatro guapísimas españolas con las que tomamos vino e intentamos aprender crochet (hoy en día no me acuerdo cómo hacerlo… lo siento).
Aprendí a querer un poco el verano. No es que lo quiera, quiera, pero ahora lo tolero, sobre todo si la piscina de los amigos está disponible.
Superé grandes batallas personales, que sin la ayuda de grandes personas habría sido mucho más difícil.
Descubrí que soy un poco bruja para las relaciones de mis amigos: el tercer ojo es cosa seria.
Entendí que, para superar un mal trabajo, necesitas buenos amigos para reír en vez de llorar.
Dejé atrás la lucha por definir de quién es la arepa, porque, al final del día, colombiana o venezolana, ambas están buenísimas y lo importante no es cuál comas, sino con quién lo hagas.
Disfruté de incontables noches de juegos con amigos más amantes de los juegos de mesa que yo.
Probé las pupusas y el anafre, y ahora ya no hay vuelta atrás. Por ahí tengo un amigo que todavía me debe uno…
Viajé y descubrí nuevos lugares que en la vida pensé que iba a conocer y, de paso, visité a unos cuantos amigos del alma que andan esparcidos por ahí.
Entendí que un “¿Estás en tu casa?”, o un “¿Qué planes tienes este finde?” pueden alegrar el día de una persona en cuestión de segundos.
Hice un amigo que, aunque se encuentre a kilómetros de distancia comiendo asados y ceviches, me enseñó a siempre tener pasión por lo que hago. Y, en parte, fue una gran influencia en este paso que estoy dando, así que gracias, amigo.
Me enamoré de la palabra “guapa”, porque nada te saca una sonrisa como un “¡Qué guapa!”
Descubrí que una de las mejores tortillas se encuentra en la segunda planta del mercado de San Antón y que se disfruta más con una buena caña y unas buenas risas.
Tuve el privilegio de conocer a una gran vecina que, aunque no me conociera de nada, siempre estuvo pendiente de mí, desde el primer día que llegué hasta el último que me acompañó. Sé que allí arriba debe estar disfrutando de una buena caña y unas buenas vistas.
Disfruté de todas las visitas de familia y amigos, con los que siempre descubrí un nuevo rincón de la ciudad y del país.
En fin, que grandes momentos y recuerdos como estos tengo miles (como para no terminar el blog nunca). Si algo me deja todo esto es gratitud para todas las personas que hicieron parte de esta etapa de mi vida. Me siento una persona completamente rica después de esta experiencia, y sé que así como llegó una Manuela a Madrid, ahora llega otra completamente diferente a Bogotá.
Gracias, gracias y gracias.
Esto no es un adiós, es un hasta pronto.



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